‘’El alacrán de oro’’

Por Cecilia 8a

Corría la década de los 50, yo trabajaba en la casa grande de los Madero, una familia de viejo abolengo; mi abuela había servido ahí, mi madre, y yo desde los 6 o 7 años también fui ocupada en cosas menores.

Mi abuela murió un de repente, fue una gran pérdida, recuerdo cuanto dolió; mi madre dijo que murió de los humos, pues ella vivía pegada a la hornilla, que aunque ya había estufas, mi abuela siempre les cocinó con leña. Mi madre también se fue muy joven, nunca supe de qué murió, sólo que nomás ya no despertó; y me vi ahí, sola, con 16 años, sin conocer el mundo y sin ciencia de la vida; sin guía.

Creo que fue la única vez que sentí que la patrona, doña Eusebia, me miró con lástima y me dijo algo que en su momento lo vi como un gesto de compasión.

-“Pues ya te quedaste sola, aquí puedes seguir viviendo y prestando tus servicios, no te hará falta techo y comida; puedes seguir yendo a misa los domingos a primera hora para que te des tiempo de hacer tus tareas del resto del día’’.

En medio de la soledad que sentí al no tener a mi madre más a mi lado, y no saber a dónde ir, me sentí agradecida.

No pasó mucho tiempo cuando don Eduardo, hijo de doña Eusebia, en mala hora se metió en mi cama; recuerdo que lloré mucho, pensé en decirle a doña Eusebia, pero siempre supe que llevaba todas las de perder y no tenía a donde ir, no conocía más mundo que aquella casa, y para acabarla de amolar, mi madre y mi abuela siempre me dijeron que el mundo afuera era malo, que no era bueno enfrentarlo, como si ellas fueran a ser eternas; y así crecí, llena de temores, y así tuve que enfrentar aquello sola.

Una mañana me descubrió doña Eusebia echando las tripas en ayunas, y muy molesta me dijo que seguramente ya me había revolcado con alguien; yo no pude ni contestar de lo mal que me sentía; y aunque hubiera podido, creo que no lo hubiera hecho, ella me infundía mucho respeto, o miedo.

Yo seguí ahí, con el tiempo me creció la barriga y no faltó quien me dijera de las compañeras de servicio que seguramente estaba embarazada, y como siempre, no supe qué hacer ni qué decir.

Luego fui con el señor cura Castellanos, párroco de Pisalagua, y como él me animara, me atreví a contarle entre llantos lo que pasaba; recuerdo que se pasó las manos por la cara con mucho desánimo, y luego me preguntó, y qué vas a hacer?.

No tenía ni la más remota idea de qué hacer, me quedé callada, y después de un rato de verme con más lástima que a un perro sarnoso, me dijo, -yo hablaré con doña Eusebia.

Y como si estuviera en medio de la nada, que lo mismo daba ganar pal norte o pal sur, luego de la plática que tuvo el señor Castellanos con doña Eusebia, me buscó en la casa para decirme que había acordado con doña Eusebia que me quedaría hasta que naciera la criatura, luego tendría que irme; eso a más de prometer no decirle a nadie en la casona que el hijo era de don Eduardo.

Los meses pasaron demasiado pronto, a Dios gracias después de aquello don Eduardo no volvió por mi cuarto.

Una madrugada de enero, más fría que mi propia vida, nació mi criatura; Maruca la cocinera me ayudó en la labor; luego de eso, doña Eusebia sólo me dejó quedarme estrictamente los cuarenta días. Eso sin darme la cara y sin conocer a su nieto.

Cuando salí de la casona con mi criatura, por recomendación del señor Castellanos me hospedó doña Toribia en el granero que tenía al fondo del corral; un cuarto sin ventanas y una puerta pequeñita donde guardaba maíz y calabazas; ahí me hice un tendido con mantas que me facilitó el mismo señor cura.

Ayudaba en lo que podía, hacía esto y aquello; me amarraba a mi cría a la espalda con mi rebozo y barría todo el atrio de la iglesia, en fin, sin comer no me quedaba.

Pero una noche en que cayó una helada, el frío se encerró conmigo y mi criatura en aquella troje; como si el mismo frío tuviera frío, y por última se refugiara en el cuerpo de mi niño.

Cuando amaneció hervía en calentura, y ahí no había manera de atenderlo; así que luego de tecitos y fomentos, el señor Castellanos me dijo, -te lo tienes que llevar a Zamora, ten este sobre, busca la parroquia del señor obispo Mondragón, y se lo entregas, él sabrá que hacer.

Todo hice como el señor Castellanos me mandó; busqué al obispo Mondragón y le entregué el sobre en sus manos; lo abrió, lo observó sin sacar nada, y luego abrió una gaveta detrás de él y sacó un rollo de billetes.

Me los estregó y me dijo, esto vale la prenda que me haz traído; el hospital está en tal lugar, lleva a tu niño.

Mi niño se curó, y por su recomendación me quedé trabajando dos años en una casa de buenas personas que me aceptaron con mi crío; en tanto me carteaba con el señor cura Castellanos que era mi única familia podría decirse.

Cuando junté la cantidad para devolverle al obispo lo que me dio por la prenda que me diera el señor Castellanos, fui y recogí aquello que de nuevo me entregó el señor Obispo Mondragón en un sobre cerrado; lo tomé y lo puse en mi valija para llevarlo de regreso a Pisalagua.

Luego de las emociones y de los saludos, saqué el sobre y se lo di al señor cura agradeciéndole infinitamente su favor, aunque no estaba preparada para ver lo que a continuación haría el señor Castellanos.

Mira, me dijo, te voy a enseñar la valiosa prenda, y con una sonrisa bonita como la que siempre tenía, abrió aquel sobre y lo puso sobre una mesa para que saliera por su voluntad un alacrán; mis ojos no podían creerlo; sumamente angustiada le dije que le reclamaría al señor obispo Mondragón haberle mandado aquello, a lo que él con una carcajada me dijo, que, en realidad, ese animalito era el que le había mandado al señor Mondragón.

Después de aquello ya no me fui de ahí; doña Toribia me hizo un campo en su casita y me quedé a ayudarla como si fuera una hija; mi hijo creció con la enseñanza del señor Castellanos y a los 17 años entró en el Seminario. Siendo ya sacerdote le tocó darle los santos óleos a doña Eusebia, su abuela qpd. 

Yo, a pesar de todo, no tengo queja con mi padre Dios; eso me tocó vivir, y me siento en paz.