‘’Los Chemones’’

Por Cecilia 8a

‘’Los Chemones’’, Simeón y Salomón, hermanos de sangre, huérfanos y solterones, vivían en los márgenes de una vieja hacienda a las orillas de un pueblo abatido por la revolución, por la cristiada, y por la miseria.

Como que habían tenido buena cuna, pero después de los saqueos de la revolución, sólo les respetaron una pequeña parte de la casona, algunos viejos muebles, y por supuesto todo lo de valor se lo habían llevado.

Ellos siguieron ahí, empezaron a cultivar hortalizas en una breve franja de tierra, y cuando las cosechaban las vendían en los pueblos cercanos; con la lección de vida que tuvieron, jamás alardeaban de posesión alguna, se desenvolvían como cualquier hijo de pueblo, sobreviviendo con el fruto de su trabajo.

En el pueblo siempre corrían rumores sobre ‘’Los Chemones’’; -que si tenían dinero guardado, que si eran muy codos, que ni se alcanzaban a gastar lo que ganaban de sus verduritas… etc. Y más.

Un día llegó al pueblo un vaquero que luego luego encontró trabajo con un ganadero ‘’nuevo’’, de esos que recibieron ganado ajeno producto de los vicios de la reforma agraria. En fin, llegó a un acuerdo con su sueldo y se hizo de un cuartucho para vivir cerca de las vacas.

Cada y tanto bajaba al pueblo a mercar algunos víveres para su supervivencia; pero resulta que en el camino a la tienda del pueblo tenía paso obligado por la huerta de los Chemones; los saludaba, luego se detenía a cruzar algunas palabras con ellos, y hasta verduras, gozaba de cosechas ajenas, en fin, que se fue ‘haciendo’ amigo.

Pasaron los días, los meses, y el vaquero se fue metiendo como la humedad en la vida y en la casa de aquellos varones.

Un mal día, el vaquero, que por chismes y mitotes de la gente se había creído el cuento de que los Chemones guardaban dinero en alguna parte secreta de la casa, acuñó la terrible idea en su corazón de eliminarlos para hacerse de ‘’dinero fácil’’, luego subió esa idea de su corazón a la cabeza y planeó fríamente como llevar a cabo el plan.

En el cultivo de su amistad, el vaquero llevaba a diario por las tardes una botellita de alcohol de caña a la que le daban fin con varias tazas de café que los Chemones le brindaban generosamente; notando que al final de la cafeteada, sus ‘’amigos’’ ya estaban muy atontados.

Total, que ese mal día del que les hablaba, el vaquero llegó con la acostumbrada botellita de alcohol, y algo más; los Chemones lo recibieron con notada alegría al ser la única amistad con la que convivían en el pueblo, y empezó la ronda de café con piquete. En algún momento, al ponerse de pie el vaquero para servirse la taza de café, vació con sumo cuidado el venenillo en polvo en las tazas de los Chemones.

Nunca se supo que fue lo que usó, pues con el alcohol y el azúcar los Chemones no se percataron del contenido que irremediablemente les arrebató la vida.

Una vez logrado su cometido, arrastró los cuerpos adentro de la casa, y se largó.

A los dos días al parecer de muertos, una señora los descubrió al ir a buscarlos por tomates para la salsa; llamó a los ‘’gendarmes’’ quienes de inmediato sospecharon del envenenamiento pues alrededor de las tazas había muchas hormigas muertas y hasta un tezmo (ardilla); no había señales de violencia en los cuerpos, pero sí por la pequeña casa, cajones de fuera con trapos; algunos huecos en las paredes, y escarbaderos por la orilla del jacal; y contaban que hasta un tramo del corral de piedra tumbó para ver si encontraba el platicado tesoro.

Se supo sobradamente del crimen contra los Chemones; lo lamentó el pueblo entero, pues era el momento de reconocer lo ‘’buenasgentes’’ que fueron siempre, que nunca se metieron con nadie, y hasta santos resultaron al final.

El caso es que el pueblo entero dijo que sin lugar a dudas había sido el vaquero el maldito que había cometido el artero crimen; rápidamente se mandó una ficha de búsqueda en todo el estado, obvio por telégrafo, siendo encontrado a menor distancia de la sospechada.

El vaquero fue aprehendido, pero, aunque recibió un ‘’exhaustivo’’ cuestionamiento, nunca reconoció haber cometido el crimen, ni haber tomado absolutamente nada de lo que rumoraba el pueblo que los Chemones poseían.

El pueblo conmovido dio cristiana sepultura a los Chemones, quienes partieron de este mundo sin dejar herederos; el Municipio cubrió el costo de los ataúdes que fabricó Emeterio el carpintero; y unas viejas plañideras les lloraron y rezaron el novenario.

Lo peor fue que al paso de algunos años, pocos, el vaquero volvió al pueblo que lo delató en una brillosa Ford 1957, año en curso; se paseaba contando a quienes le prestaban atención que al no comprobarle el crimen lo habrían soltado dos años después tomando rumbo a los Estados Unidos, donde con mucho trabajo logró juntar centavos (verdes, por cierto).

Nadie le creyó, la gente del pueblo le mostró su indiferencia, sea por honra a los Chemones o por envidia, vaya usted a saber; el caso es que antes de partir entró a la cantina del pueblo a tomarse un café con piquete, de donde misteriosamente no salió, al menos vivo.

El médico del pueblo lo declaró muerto por infarto; el Municipio pagó el ataúd que le hizo Emeterio el carpintero, y luego de trasladar el cuerpo al panteón municipal, declaró a la brillosa Ford del ‘57 patrimonio de la alcaldía; el señor cura Gómez citó al novenario a las 4:pm en la parroquia, pero nadie acudió. Dios le haya recibido.